En la cultura popular se
encuentra un sinnúmero de expresiones relativas a la “competencia natural” que
los seres humanos libramos con el fin de adquirir los recursos que necesitamos
para acceder a una vida digna. Expresiones como “competiste desde que eras un
espermatozoide”, “el deseo de competir es natural” o “los derechos se
conquistan” son todas muestras de ese esfuerzo cotidiano por dar lo mejor de
uno mismo a fin de obtener aquello que deseamos y que se encuentra en disputa.
Y es que la competencia es buena.
Permite el desarrollo de las habilidades propias y genera los incentivos para
ofrecer lo mejor a los demás. La competencia es particularmente importante en
el caso de nuestras autoridades, ya que son ellas las que modelan el sistema de
incentivos en el que nos movemos como sociedad. A todos nos conviene que las
decisiones más delicadas y relevantes recaigan en manos de aquellos con la
menor probabilidad de cometer un error al tomar dichas decisiones. Por ello los
jóvenes con habilidades sobresalientes—como Carlos Antonio Santamaría, cuyo
caso ha acaparado la atención de los medios—son un rayo de esperanza para
contar con futuros líderes de extraordinaria capacidad.
Ahí, además, es donde el amor al
prójimo resulta fundamental. En una cita—que puede resultar incómoda a más de
uno por su procedencia secular—San Pablo esgrime, en la carta a los Corintios,
una de las más bellas evocaciones a la importancia del amor. Dice él: “Aunque
hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta amor
sería como bronce que resuena o campana que retiñe./Aunque tuviera el don de
profecía y descubriera todos los misterios y la ciencia entera, aunque tuviera
tanta fe como para trasladar montes, si me falta amor nada soy.” (1-Corintios 13, 1-2).
Que quede claro: el amor al
prójimo es lo que distingue una sana competencia de una lucha encarnizada; no
el premio. Es lo que diferencia el respeto y admiración al más enconado y
acérrimo rival del odio al enemigo, en la acepción de
Carl Schmitt. Es la diferencia entre la civilidad y la barbarie.
La competencia se pervierte cuando
la visión de “lo importante es ganar” y de “el fin justifica los medios” se
impone, con todas sus consecuencias; empezando por la pérdida de los escrúpulos.
Cuando la obtención del diez que todos ven es acompañado por esa letra “que con
sangre entra”, por esos “puntos extra” de los que nadie debe enterarse. Cuando el cuadro de honor y el cuadro de moral se distancian el uno del otro
entre los alumnos, los profesores y los padres de familia.
La gravedad del asunto se
potencializa, una vez más, en el caso de la elección de nuestras autoridades.
Si a las virtudes de nuestros líderes se suma la empatía y el deseo de buscar, una
vez en el poder, el bienestar de sus gobernados—imposible sin amor por el
prójimo—tenemos suelo fértil para germinar una futura sociedad con mayor
bienestar que la nuestra. Si, por el contrario, nuestros dirigentes se
encuentran enfrascados en robarse el fertilizante, vamos a terminar con un
montón de nabos que se polinizan entre ellos, aunque nada bueno
salga de ese jardín, y vivan una vida de asedio por la peste y los ladrones.
Cuando la gente se pregunta por
qué la hipocresía, el compadrazgo y el nepotismo permean la cúpula de intereses
políticos y económicos—o qué ha llevado a la
frontera de lo casi indistinguible al amor y al interés—resulta imprescindible buscar
la respuesta en la erosión del amor por el prójimo. Cuando el mérito, el
esfuerzo, la perseverancia y la verdad no son los únicos determinantes del
triunfo la competencia no es ya competencia; es una espiral de decadencia y
envilecimiento para competidores y espectadores que urge un freno. Es pasar del
respeto, la colaboración, la admiración y el amor—por quien día a día realiza
el milagro de vivir—a la envidia, la depredación, la humillación y el
exterminio de quien, a fin de cuentas, es igual a uno mismo. Nunca antes habíamos
tenido tanto acceso a la verdad y, sin embargo, nunca antes habíamos sido
sujetos de tanta represión por señalar los vicios ocultos que la sociedad acepta
mediante beneficios económicos o amenazas a su persona. Que quede claro: la ley
de la selva no es tal, porque entre los animales no existe la conciencia para
entender que se está dañando a su igual; ni para sentir remordimiento por ese
acto. Entre muchos de nosotros esa conciencia sí existe.
Concluyo recordando al apreciable lector que los
seres humanos tenemos derecho a la dignidad. Resulta imprescindible saber que
existe una frontera entre el orgullo—del que es mejor trabajar día a día por desprenderse—y
la dignidad del individuo; derecho irrenunciable que a nadie debería negársele
y cuya búsqueda y ejercicio debería inculcarse activamente desde la más tierna
infancia. El faro que ilumina la forma en que debemos amarnos a nosotros mismos,
a nuestros compañeros de vida, a nuestros familiares y amigos y al resto de los
seres humanos puede mostrarse tintineante, pero de ninguna manera ha dejado de
emanar su luz. La vida y la sociedad pueden estar exigiéndonos cada vez más,
pero estrechar el cauce por el que fluye el cotidiano amor y respeto por
nuestros semejantes es estrechar el cauce por el que fluye la vida. La
felicidad de los que nos suceden está en juego, y esa felicidad no vale una
lucha: vale toda una guerra en el día a día. Muchas gracias.
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