Friday, August 3, 2018

¿Por qué es importante amar al prójimo?

En la cultura popular se encuentra un sinnúmero de expresiones relativas a la “competencia natural” que los seres humanos libramos con el fin de adquirir los recursos que necesitamos para acceder a una vida digna. Expresiones como “competiste desde que eras un espermatozoide”, “el deseo de competir es natural” o “los derechos se conquistan” son todas muestras de ese esfuerzo cotidiano por dar lo mejor de uno mismo a fin de obtener aquello que deseamos y que se encuentra en disputa.

Y es que la competencia es buena. Permite el desarrollo de las habilidades propias y genera los incentivos para ofrecer lo mejor a los demás. La competencia es particularmente importante en el caso de nuestras autoridades, ya que son ellas las que modelan el sistema de incentivos en el que nos movemos como sociedad. A todos nos conviene que las decisiones más delicadas y relevantes recaigan en manos de aquellos con la menor probabilidad de cometer un error al tomar dichas decisiones. Por ello los jóvenes con habilidades sobresalientes—como Carlos Antonio Santamaría, cuyo caso ha acaparado la atención de los medios—son un rayo de esperanza para contar con futuros líderes de extraordinaria capacidad.

Ahí, además, es donde el amor al prójimo resulta fundamental. En una cita—que puede resultar incómoda a más de uno por su procedencia secular—San Pablo esgrime, en la carta a los Corintios, una de las más bellas evocaciones a la importancia del amor. Dice él: “Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta amor sería como bronce que resuena o campana que retiñe./Aunque tuviera el don de profecía y descubriera todos los misterios y la ciencia entera, aunque tuviera tanta fe como para trasladar montes, si me falta amor nada soy.” (1-Corintios 13, 1-2).

Que quede claro: el amor al prójimo es lo que distingue una sana competencia de una lucha encarnizada; no el premio. Es lo que diferencia el respeto y admiración al más enconado y acérrimo rival del odio al enemigo, en la acepción de Carl Schmitt. Es la diferencia entre la civilidad y la barbarie.

La competencia se pervierte cuando la visión de “lo importante es ganar” y de “el fin justifica los medios” se impone, con todas sus consecuencias; empezando por la pérdida de los escrúpulos. Cuando la obtención del diez que todos ven es acompañado por esa letra “que con sangre entra”, por esos “puntos extra” de los que nadie debe enterarse. Cuando el cuadro de honor y el cuadro de moral se distancian el uno del otro entre los alumnos, los profesores y los padres de familia.

La gravedad del asunto se potencializa, una vez más, en el caso de la elección de nuestras autoridades. Si a las virtudes de nuestros líderes se suma la empatía y el deseo de buscar, una vez en el poder, el bienestar de sus gobernados—imposible sin amor por el prójimo—tenemos suelo fértil para germinar una futura sociedad con mayor bienestar que la nuestra. Si, por el contrario, nuestros dirigentes se encuentran enfrascados en robarse el fertilizante, vamos a terminar con un montón de nabos que se polinizan entre ellos, aunque nada bueno salga de ese jardín, y vivan una vida de asedio por la peste y los ladrones.

Cuando la gente se pregunta por qué la hipocresía, el compadrazgo y el nepotismo permean la cúpula de intereses políticos y económicoso qué ha llevado a la frontera de lo casi indistinguible al amor y al interésresulta imprescindible buscar la respuesta en la erosión del amor por el prójimo. Cuando el mérito, el esfuerzo, la perseverancia y la verdad no son los únicos determinantes del triunfo la competencia no es ya competencia; es una espiral de decadencia y envilecimiento para competidores y espectadores que urge un freno. Es pasar del respeto, la colaboración, la admiración y el amor—por quien día a día realiza el milagro de vivir—a la envidia, la depredación, la humillación y el exterminio de quien, a fin de cuentas, es igual a uno mismo. Nunca antes habíamos tenido tanto acceso a la verdad y, sin embargo, nunca antes habíamos sido sujetos de tanta represión por señalar los vicios ocultos que la sociedad acepta mediante beneficios económicos o amenazas a su persona. Que quede claro: la ley de la selva no es tal, porque entre los animales no existe la conciencia para entender que se está dañando a su igual; ni para sentir remordimiento por ese acto. Entre muchos de nosotros esa conciencia sí existe.

Concluyo recordando al apreciable lector que los seres humanos tenemos derecho a la dignidad. Resulta imprescindible saber que existe una frontera entre el orgullo—del que es mejor trabajar día a día por desprenderse—y la dignidad del individuo; derecho irrenunciable que a nadie debería negársele y cuya búsqueda y ejercicio debería inculcarse activamente desde la más tierna infancia. El faro que ilumina la forma en que debemos amarnos a nosotros mismos, a nuestros compañeros de vida, a nuestros familiares y amigos y al resto de los seres humanos puede mostrarse tintineante, pero de ninguna manera ha dejado de emanar su luz. La vida y la sociedad pueden estar exigiéndonos cada vez más, pero estrechar el cauce por el que fluye el cotidiano amor y respeto por nuestros semejantes es estrechar el cauce por el que fluye la vida. La felicidad de los que nos suceden está en juego, y esa felicidad no vale una lucha: vale toda una guerra en el día a día. Muchas gracias.