Existe una amplia gama de indicadores destinados a medir el bienestar del que gozan las sociedades: el PIB, el PIB per capita, la esperanza de vida, la salud en general, indicadores antropométricos, educativos, cognitivos, etc. Sin embargo, hoy quiero discutir una medida de bienestar de las naciones muy controversial, pero a todas luces relevante para la convivencia armónica y el bienestar; y que puede enriquecer el análisis de cómo mejorar el bienestar de los mexicanos: la proporción de hombres de bien en una sociedad.
El término tiene un carácter eminentemente moralista, que puede opacar la relevancia de su medición e incluso convertirla en un dilema ético. Y es que ¿cómo definir el término "hombre de bien"? Lo que es más grave, ¿cómo excluir a alguien de pertenecer a esa categoría, bajo qué argumento, con qué evidencia? Más aún, ¿por qué constreñirse específicamente a un género? En lo que sigue de este texto, trataré de justificarme.
Con el término "hombre de bien" trato de englobar cuatro características en el varón que, a nivel agregado, conducen a una mejor convivencia social:
1)El ejercicio de labores productivas y honestas en la sociedad.
2)El repudio y combate a la corrupción y delincuencia socialmente reconocidas.
3)La búsqueda de todas las alternativas para evitar la violencia física o emocional contra la mujer, y
4)La negativa a ejercer violencia física o emocional contra las niñas, niños y personas con capacidades diferentes.
Enunciar estas cuatro cualidades en los varones pareciera más una lección de moral que una propuesta de medición del bienestar; sin embargo, el ejercicio de ellas, en cualquier grado, trae enormes beneficios sociales.
Por supuesto que la práctica de estas virtudes difiere enormemente entre un hombre y otro, y está directamente relacionado con las capacidades de cada uno por generar lo que yo generalizo como "bienestar" para una sociedad. No es el mismo impacto el del legislador que se niega a aprobar una ley corrupta, que el del vendedor de barrio que vende el recaudo con su peso exacto. Pero ambos ejercen un respeto igualmente poderoso en mi persona. Son personas que evidentemente desean un mayor bienestar para sí y los suyos, pero se contienen para no atentar contra el bienestar de los demás.
Al mismo tiempo, la transgresión de las características anteriormente enunciadas también requiere de una necesaria gradación. Es posible que no cause la misma inconformidad ni indignación el uso de la fuerza para detener una pelea en una cárcel de mujeres, por ejemplo, que la violencia física ejercida contra la esposa en el hogar. Sin embargo, en ambos casos hubo una imposibilidad para supeditar la fuerza a la razón; acto que requiere de una necesaria reflexión, y me justifico.
El uso de la fuerza en la sociedad mexicana, como argumento mismo para conceder la razón en el caso de disputas; y como ventaja en el acceso a privilegios, o cotos de poder, se ha extendido preocupante y peligrosamente en este país. Esa cultura de que la toma de decisiones recaiga en quienes tienen los medios de destrucción, permitiendo que la razón asista a la fuerza y no al revés, se ha incrustado en el sistema político de nuestra región geográfica; creando incentivos que están desembocando en la perversión misma de nuestra sociedad.
Los crecientes fenómenos de hombres asesinados, mujeres violentadas y menores sexualizados son todos síntomas de una bestialidad creciente en la naturaleza del hombre, marcada por la preeminencia de las pasiones. El favorecimiento de una cultura maniquea en los medios de acceso a la riqueza y el poder -representada por hombres fuertes y violentos y mujeres bonitas e inteligentes- se ha situado por encima de los valores realmente necesarios para una sociedad próspera: el trabajo honesto, el mérito y la paz.
Esos valores no requieren de esteroides, cirugías plásticas ni la estimulación de múltiples parejas sexuales. Requieren de la urgente inyección de una conciencia moral que sea capaz de convencernos que adoramos ídolos falsos; que transitamos un camino donde el otro es un competidor más y no el prójimo; y donde se retome la senda del bien común y no del agandalle como motor del desarrollo. De eso depende la calidad y duración del futuro de quienes son el verdadero logro de esta sociedad: nuestros niños y jóvenes.